Cada año preparo, en navidades, un regalo para amigos. Una edición de apenas cincuenta ejemplares en la que siempre lío a algún amigo artista de cuya generosidad abuso.
El año pasado mi amiga Mo Gutierrez preparó su precioso El dólar de Zelda, dedicado a Zelda y Scott Fitzgerald, y este año propuse a mi amgio Antonio Santos, pintor, ilustrador, escultor, que trabajáramos juntos en una felicitación navideña con Pío Baroja como protagonista.
Recuperé un texto que escribí sobre él para la revista Pasajes de la Universidad de Valencia, que publicó un número especial en 2011 dedicado al centenario de El árbol de la ciencia, y se lo mandé a Antonio Santos que, me dijo, iba a hacer unos grabados al linoleo de ambiente barojiano.
El resultado no pudo ser más deslumbrante. Tanto que cuando Diego Moreno, el editor de Nórdica, para quien Antonio prepara un libro, los vio, nos propuso editarlo con él.
El libro no ha podido quedar mejor, ni ha podido gozar de mejor recepción: lo ha regalado la Feria del libro de Madrid como obsequio navideño; lo ha enviado también como regalo Nórdica y, por supuesto, he hecho llegar a mis amigos mis cincuenta ejemplares firmados por Antonio Santos, y numerados.
El resto de la edición se puso a la venta, y en poco más de una semana tuvo que reimprimirse para poder atender a los pedidos.
Así que está claro que Baroja trae suerte.
El texto, que dibuja un Baroja doméstico, friolero, enfundado en abrigos y bufandas, comienza:
“Tenía Baroja un gato, negro como el de los cuentos de brujas, y dos abrigos. Uno oscuro, de paño, de diario, algo raído, y otro que guardaba en el armario, gris, para las ocasiones especiales. Con él y con un pañuelo de seda blanca al cuello, como el de un aviador de biplano, grabó un día para el cine; los pasillos de la casa cruzados de cables y las habitaciones cubiertas de esa luz homicida de los focos.
¿Todo esto consumirá mucha electricidad, no?, preguntaba con persistente racanería.
Siempre tuvo gatos, Baroja. Su sobrino Pío Caro recordaba aquel olor ácido y untuoso, un poco agrio, de la calle Mendizábal, donde Pío vivía con su madre y dos gatos, Chepa y Apitita, nunca se supo si jóvenes o viejos.
El de la calle Ruiz de Alarcón se llamaba Miki y andaba siempre cerca de la estufa –la chubesqui- en el salón de aquella casa suya fría como el aliento de la muerte. Tanto, que en invierno Baroja estaba a menudo con bufanda y abrigo, las solapas subidas, la boina y unas zapatillas viejas, de felpa, que sujetaba al pie con bramante.
También tenía una manta, que dejaba sobre una de las butacas, y que se ponía sobre las piernas cuando alguien llegaba a verle”.
Mi amigo Antón Castro le dedicó un precioso artículo en El Heraldo de Aragón.
Y me encantó regalarle un ejemplar a Pío Caro-Baroja, sobrino nieto de Pío Baroja, hijo de su sobrino Pío Caro y director de la editorial Caro Raggio, que prometió llevarlo a Izteza. Ese legendario caserón en Vera donde Baroja tenía su biblioteca, y después Julio Caro. No se me ocurre un mejor lugar para quedarse.
Una suerte Baroja. Y un lujo Antonio Santos y Nórdica libros.
Y a todos, felices navidades. ¡Y feliz año! Abrazo.