La semana pasada estuve comiendo con Tomas Tranströmer en la embajada sueca en Madrid. La noche anterior le habían rendido un homenaje en el Círculo de Bellas Artes en el que varios jóvenes poetas -Jordi Doce, Carlos Pardo, Juan Marqués, entre otros- leyeron sus poemas.
Tranströmer sufrió una grave hemiplegia en 1991, que le paralizó la parte derecha del cuerpo y le provocó una afasia de la que nunca se ha recuperado. No puede hablar, pero sí escribir y comunicarse, a través de su mujer, Mónica, y tocar el piano con la mano izquierda. Piezas, a veces, escritas especialmente para él.
Habló de la importancia de la música en su poesía, y de cómo, a pesar de los impedimentos físicos, toca el piano casi a diario.
Me encantó -y a él- esa historia que nos contó Carlos Pardo. Durante años, todos los poetas nórdicos -Ekelöf, Aspeström, Martinson- se publicaban en España traducidos siempre por Francisco Uriz. Al punto que llegó a pensarse, medio en broma medio en serio, si Uriz no sería en realidad el poeta, y aquellos nombres desconocidos, un poco artificiosos, meros seudónimos.
-Tranströmer fue la certeza de que no era así -dijo Pardo-, porque cuando se publicó Vivos y muertos, en Hiperión, el traductor era Roberto Mascaró.
Una tarde inolvidable. La certeza de haber conocido a un poeta y una personalidad excepcional. Y una paella, eso sí, irrepetible.
Pingback: Tomas Tranströmer (1931-) | Aminta Literaria